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Bienvenidos a Ram ambulante desde NPR, soy Daniel Alarcón. Empecemos por aquí, el día que conocí a Rosa.

Yo me lo esperaba que era gordito, yo digo, no, no, no, no, y me lo esperaba señor, pero es un little baby como decimos nosotros. Sí.

Sí, se refiere a mí. Nunca me había visto en persona, tampoco una foto mía, solo habíamos hablado por teléfono y le había dicho que era un periodista. Rosa es hondureña, tiene cincuenta y tantos años y hace treinta que emigró a los Estados Unidos. Estamos en Hemstead, el lugar donde vive, una zona de Long Island en las afueras de Nueva York. Son pasadas las cinco de la mañana y estamos caminando rápido.

¿Y qué tal? Bien. Ay, disculpa que lo que lo hice, que lo voy a hacer correr.

No, no, no, no se preocupe.

Ese es el paso que yo llevo siempre, porque no puedo salir más temprano, porque tengo mascota y y tengo una misión, le doy comida a los gatitos de la calle.

Rosa trabaja como empleada doméstica. El día que nos vimos, la compañía en el viaje a una de las casas donde hace la limpieza. Son dos horas de viaje. Hay que tomar dos buses y un tren, lo hace cuatro veces a la semana, llueva o haga frío.

Es bien difícil, ya, sí.

Día tras día, tras día.

Se cansa uno, se cansa, yo ya estoy cansada. Llega en la tarde, llega una hora que yo le digo a mi otra hija, me desmayo.

Pero Rosa no descansa, no puede, No solo tiene que mantenerse a ella misma, sino que también tiene que velar por una hija y cuatro nietos que están en Honduras.

Mando dinero para la comida, ciento sesenta dólares para la comida, la esos ciento sesenta los pongo en dos días a la semana, lunes y jueves, y aparte colegio, universidad, dinero para la transportación de los nenes por la seguridad de ellos.

Ya habrán escuchado esto, inmigrantes mandando dinero de vuelta a sus países, las conocidas remesas. En el dos mil dieciséis, las remesas enviadas a América Latina y el Caribe superaron los setenta mil millones de dólares, la cifra más alta jamás registrada. El caso de Honduras es un ejemplo de la importancia que tiene este flujo de dinero. En el dos mil dieciséis, las remesas sumaron más de tres mil novecientos millones de dólares, son la principal fuente de ingreso del país por encima de la exportación de café o las maquilas. Más del ochenta por ciento de ese dinero es enviado desde Estados Unidos, donde viven más de un millón de hondureños documentados o indocumentados.

Y bueno, los números sorprenden, pero quería entender más a fondo cómo este dinero impacta la vida de las personas, y la historia de Rosa y su familia muestra que, a veces, ese envío significa todo. Como miles de centroamericanos, Rosa se fue de Honduras buscando una mejor vida para sus hijos. Trabajaba en una fábrica de químicos y ganaba siete dólares a la semana. Su esposo se gastaba la mayor parte de su dinero en alcohol. La situación era muy precaria.

Lo que yo deseaba de todo corazón es que mis hijos estudiaran, que no se quedaran como mi persona, que no estudié, que no tuve educación, y pensé que al llegar a Estados Unidos, para ellos iba a ser todo diferente.

Antes de salir de Honduras, le pidió hospedaje en Brooklyn a unos familiares de su esposo. Además, pidió quinientas lempiras prestadas a su hermano, como doscientos cincuenta dólares en aquel momento. Después, se unió a una familia de once personas que iba a hacer el viaje, a pie, con un coyote. Se fue sin sus hijos, los dejó a cargo su mamá. El plan, cuando consiguiera un trabajo en los Estados Unidos, enviaría dinero para mantenerlos.

Porque sabía que quedaban cuatro nenes que necesitaban comida, ropas, zapatos.

Y así lo ha hecho por treinta años. Sus hijos crecieron, una emigró a Estados Unidos y vive con ella, los otros tres están en Honduras. Y según me dijo Rosa, sigue mandando dinero, pero ahora solo a una de sus hijas, cubriendo todos sus gastos y los de sus cuatro nietos, porque su hija está en una situación imposible. Imposible y bastante común, desafortunadamente. Una pandilla se ha instalado en su barrio.

Quien manda son las los mareros. Chequean carros. Si no les parece aquella persona, bajan la persona del carro. A mi hija, por cuidar a sus niñas, hasta la vez me la tienen amenazada. Me dijeron de que los pandilleros estaban a la par de la casa vendiendo droga, y me da miedo me secuestran a mis niñas o me le dan algo al nene.

Rosa me lo describió literalmente como una situación de rehenes, y si escuchas las noticias, en cierta forma te lo puedes imaginar.

La lucha territorial entre pandillas y los enfrentamientos con las autoridades han hecho que muchos sectores de San Pedro Sula se hayan convertido en tierra de nadie.

Las estructuras con que trabajan son tan fuertes que mantienen sometidas a parte de la población. La

pandilla dieciocho que dio un plazo de veinticuatro y cuarenta y ocho horas a los vecinos de dos populosas colonias de San Pedro Sula y Tegucigalpa para que desalojaran sus viviendas y

Menos cuatro mil quinientos menores abandonaron la escuela en San Pedro Sula durante el año dos mil trece. Casi la mitad lo hicieron ante el acoso de las maras.

La situación de Honduras no es aislada, claro. Los tres países que juntos se conocen como el Triángulo Norte, Guatemala, El Salvador y Honduras, se disputan entre la posición como país más violento del mundo. En dos mil trece le tocó a Honduras, tenía la tasa de homicidios más alta, con setenta y siete coma cuatro asesinatos violentos por cada cien mil habitantes. Algunos años baja, pero son cifras espeluznantes, siempre. Estudios de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y otras organizaciones señalan la pobreza, el narcotráfico y las pandillas como las causantes del problema.

Y al escuchar la situación de la familia de Rosa, uno se pregunta cómo puede ser la vida cotidiana en un lugar prácticamente consumido por la violencia, en un lugar como el barrio donde vive su hija, hasta qué punto es posible tener una vida normal con las cosas que damos por sentado, a hacer compras, los niños yendo al colegio, los padres a trabajar. Viajé a Tegucigalpa en junio del año pasado a conocer a la hija de Rosa, llamémosla Amalia. Por cuestiones de seguridad, es un hombre falso, vive en un barrio no tan lejos del centro de la ciudad, pero prefirió que nos viéramos en mi hotel para no correr riesgos. Llegó con sus dos hijas que todavía van al colegio. Esta es Amalia.

Antes era tranquilo el barrio, nos conocíamos todos, todas las personas que vivimos ahí hemos vivido toda una vida.

Pero hace unos años se instaló la Mara Salvatrucha. Empezaron a ejercer una especie de gobierno, un control.

Los de la Mara dicen de que nos tienen a todos investigados, que con quién convivimos, personas que nos visitan, nos tienen con fotos a dónde vamos, a qué horas entramos, a qué horas salimos, con quién entramos, con quién salimos. Un gobierno autoritario. A veces, si una persona entra caminando y no en carro les levantan la camisa para ver quiénes son, si están tatuados, si son de de la de la pandilla dieciocho.

La pandilla dieciocho o barrio dieciocho es una mara rival. Y es que si un miembro de esta pandilla entra al barrio, termina muerto. Simple. Es una de las formas de mantener el control territorial. Y miles de familias están atrapadas en este fuego cruzado de las maras.

Esto cambia las dinámicas dentro del barrio, cosas normales, cotidianas, se convierten de pronto en situaciones de alto peligro. Por ejemplo, el solo hecho de que un chico vaya a un colegio que queda en un barrio de una pandilla rival puede resultar en amenazas o peor. También hay situaciones como la de Amalia. Ocurrió en diciembre, hace unos años. Caminaba con su hija sobre un puente que queda a la entrada del barrio.

Cuando yo miro que el taxi está parqueado, volteo a ver para abajo para cruzar el el puente. Y solo di dos pasos cuando sentí que un carro me me arrastró.

Tendida en el piso.

Yo dije, no me no me hizo nada, no me pasó nada. Vine y me paré y no pude pararme. Cuando me intenté parar por segunda vez, yo me vi mi pie prácticamente arrancado de mi de mi pierna. Entonces, me puse muy nerviosa y empecé a gritar y a llorar.

El taxi había parado, lo manejaba un muchacho.

Y le dije a él que que que por qué lo había hecho. Entonces, en ese momento él no me dijo nada. Inmediatamente él no dejó que llegara la policía. Él me subió al taxi, que él andaba y me llevó al hospital. En el trayecto yo le dije que por qué lo había hecho y él solo me dijo, entienda, doña, me dice que si no era usted, era yo, me dice.

Un marero.

Entonces, los sentí como que le le como que le dijeron hacerle algo a ella, porque aquí para subir a nivel de maras hay que hay que matar.

Era una prueba. No la mató, pero mostró a los otros de la pandilla que estaba dispuesto a hacerlo. Imagínate convivir con este tipo de violencia sin sentido. Amalia estuvo en el hospital varios meses. La tuvieron que operar desde la rodilla hasta el tobillo.

Su pierna quedó en muy mal estado, le cuesta muchísimo caminar y esto le dificulta tener un trabajo, así que ahora cuida a sus hijos en su casa. En cuanto ir a denunciarlo a la policía, las cosas son complicadas. No es que patrulllen constantemente estos barrios, pero además es común que a muchos policías se les vea como cómplices de las pandillas. Por ejemplo, a principios del dos mil diecisiete se supo que casi cien funcionarios de la policía nacional les daban armas a las pandillas de la salvatrucha y la dieciocho.

Ellos mismos están involucrados en las maras. Los militares y la policía. Entonces uno ya no tiene confianza en denunciar. El temor es ese, uno se tiene que quedar callado en este país.

Su papá y su hermano le reclamaron al hombre que la atropelló para que se hiciera responsable de los gastos del hospital. Y unos días después

Él llevó prácticamente con como con seis seis cipotes a la casa de mi hermano, cómo intimidarlo y le dijo que él no tenía dinero, que no me iba que no me podía ayudar. Quería que mi hermano firmara un papel donde él solo me había dado me daba tres mil lempiras.

Poco más de ciento veinticinco dólares. Claro, no era suficiente, pero

Entonces, para no exponer la vida de mis hijos, mejor me quedé no seguí con la demanda.

Y este marero sigue siendo su vecino.

Hace poco tuve un roce con él y lo que él me dijo de que me volvía me iba a volver a atropellar. No puedo no lo puedo denunciar porque me da miedo de que que le pase algo a mis hijos, porque él los conoce muy bien. Yo a él yo no le demuestro que le tengo miedo, pero le tengo miedo y me da miedo que me le vaya a hacer algo.

Después de nuestra conversación, esa misma tarde Amalia aceptó que yo fuera a conocer a su barrio. Entramos en un taxi con un chofer de confianza de la familia, y se entra como en todos los barrios controlados por las maras con las ventanas abiertas, para que te vean la cara, para que sepan que no eres del otro bando. Es un barrio típico de Tegucigalpa, queda a la orilla del río, solo hay una entrada, las calles son sin asfaltar y las casas variadas, es decir, hay construcción modesta, casas de ladrillos de dos pisos y rejas, y al lado una casita de madera, como la de Amalia. Techo de calamina, como se dice en mi país, en Honduras se dice de cinco, lata metálica. La pintura verde está desgastada, y Amalia me mostró hasta dónde habían llegado las aguas del río cuando se desbordó con el huracán Mitch veinte años antes, casi hasta la altura de mi cabeza.

Tenían un perro bravo que desde adentro ladraba de manera desquiciada, por protección, me imagino, y mientras platicábamos Amalia, su hijo y yo, me hicieron notar que desde la esquina los mareros ya nos estaban fichando. Ese, me dijeron, señalando de reojo, pero no lo mires, no voltees. Nos fuimos en cuestión de minutos. Con la situación así de asfixiante, pues uno comienza a entender por qué la gente se va, por qué emigran. Los jóvenes que llegan a la frontera de Estados Unidos vienen en su mayoría de barrios precisamente como este, Pero los hijos de Amalia, los nietos de Rosa, me dijeron que no querían irse, de ninguna manera.

Quieren hacer su vida aquí, en Honduras. Pero entonces, ¿por qué no se mudan a otro barrio?

Por la situación económica. No alcanza el dinero para pagar una casa. Y por lo menos donde yo vivo es una herencia que le dejaron a mi papá.

Y además la noté pesimista. Me dijo que la situación está igual en toda la ciudad, en todos los barrios a los que puede huir. Parece que tiene razón, los datos lo confirman. En el dos mil quince se estimaba que doscientos veintidós barrios y colonias de Tecuzicalpa y Comayabuela eran dominados por alguna pandilla, y por lo menos en su barrio tiene conocidos, amigos, familiares.

Si yo tengo un problema, yo busco a mi vecino, yo que los tengo a ellos ahí. Si yo me voy para otro lugar, es peor.

Ya sin opciones, Amalia ha desarrollado métodos, estrategias para tratar de protegerse a ella y a sus hijos. Por ejemplo

No, no decimos que tenemos familia en Estados Unidos.

Y cuando cobra el dinero que envía su mamá

Tom, mamá, a veces mucha precaución, cambiamos de bancos.

Para que la pandilla, en caso de que los vigile, no sepan bien dónde van a retirar el dinero.

Salimos lo más sencillo que podemos, no nos no nos podemos arreglar mucho. A veces molesto a un muchacho que tiene un carrito, que es como un taxi privado de él.

También sus hijas van a un colegio privado, lejos de donde viven, que le sale bastante caro con el poco dinero que les manda Rosa. Pero lo hacen porque para Amalia la seguridad de sus hijas es lo más importante. Todo opera con base a gente de confianza. El mismo taxi en el que entré al barrio es el que él lleva y trae las niñas del colegio, nunca agarran un carro de la calle. Y bueno, esta es la burbuja que Amalia ha construido alrededor de su familia para mantenerlos al margen de la violencia.

Que yo soy una madre sobreprotectora. Ellas se han de enojar mucho porque ellas han de querer tener más libertad como sus demás compañeras o compañeros, pero es por lo que estamos viviendo en este país que uno ya no no puede confiar en nadie.

Amalia habla diario con su mamá, sabe sus carreras en la mañana para tomar el bus al trabajo, sabe sus dolores de espalda, de pies, quizás no sabe

todo, lo difícil que es caminar por varias cuadras en la madrugada bajo la lluvia o

el frío de invierno, lo humillante humillante que puede ser el trabajo mismo, la sensación de precariedad que carga Rosa en todo momento, que la pueden despedir, que la estabilidad económica que ha logrado a pulso se puede desvanecer en un instante, Siempre ha sido así, desde que Rosa llegó a Estados Unidos.

Mi primer trabajo fue cuidar a una niña, por estuve más del año, pero tuve problemas porque al al pasar los meses ella no me pagaba y lo que me ofreció fue migración y decirme que yo le había robado prendas cuando, gracias al Señor, soy pobre pero muy honrada y ella lo hizo por no pagarme y no me pagó.

Un año trabajó y no le pagó.

No, fueron seis meses que no me pagó. En ese tiempo mis hijos aguantaron hambre, mi familia dijo de que era mala madre porque yo no mandaba dinero. Y

hubo algo de lo que me di cuenta hablando con Rosa y que se escucha en su voz.

No soy mala madre porque todo lo que yo he ganado es para mi familia hasta este momento. Ahora estoy luchando por mis nietos, que ellos son los que tienen que graduarse y salir

adelante. La culpa que siente de haberse ido, de haber dejado a sus hijos cuando eran tan pequeños, Rosa sabe por qué lo hizo, porque tuvo que hacerlo, pero igual recuerda esos primeros meses en Estados Unidos viviendo en un pequeño departamento en Brooklyn que compartía con otros inmigrantes, buscando trabajo, y la culpa que sentía, que la carga hasta ahora. En parte, es por eso que manda dinero, es por eso que pasan largas horas al teléfono. Solo hablamos

a veces quince, veinte minutos, a veces sí, no te desahogamos y hablamos hasta una hora y entonces le digo, espérese, voy a sacar un un paquete prestado por el teléfono para que sigamos hablando y seguimos hablando por teléfono.

Ella llora y yo le digo, mami, dele gracias a dios que está viva para que cuide sus hijos, me dice, pero ya no soy la de antes y corre peligro. Yo le digo que no diga nada. Hasta le digo, como dice el americano, silencio, no diga nada. Hay días que me siento cansada, enferma, pero yo por mis nietos dejo todo.

Y bueno, aún con el llanto, Amalia no le cuenta todo a su mamá.

Porque ella se preocuparía más. Hay muchas cosas que ya no saben cómo está este país.

Y así están las cosas, dos mujeres, dos generaciones en dos países, cada una protegiendo a la otra de todos los detalles para no preocuparla. Ya volvemos. Desde Estados Unidos, lo que se escucha de Honduras es esto, maras, violencia, niños migrantes, un país que expulsa jóvenes. Antes de viajar para allá, hablé con mucha gente, hondureños en Nueva York, en California, expertos y analistas diplomáticos, gente que trabaja y vive en Tegucigalpa, en San Pedro Sula, les pedí a todos lo mismo, un poco de orientación, qué debería buscar cuando estuviera visitando el país, y siempre, siempre me repetían que mi mayor preocupación debería ser la seguridad, mi seguridad. La misma Rosa me lo advirtió.

Yo encantada que conozca mi familia, que conozca mi mis nietos, que mire a mi hija, es como que yo lo lo vaya a ver. Pero mi hija me dice de que hay que tener mucho cuidado, que tenemos que cuidarlos, que yo le diga, qué es lo que tiene que hacer.

Yo quería contar otra historia. Y nada, pareciera que no había otra historia, así de simple, que no hay tema más importante para los hondureños que este. La inseguridad define la política, la cultura, el trato en la calle, en el día a día, limita lo que puedes hacer, a dónde puedes ir y con quién. A largo plazo, puede definir el rumbo que toma tu vida. El impacto es incalculable.

Quizás donde se ve más claramente es en San Pedro Sula, la ciudad más grande de Honduras, la más violenta. Pero a primera vista, pues, debo ser honesto, no lo notas. O sea, sí, hay alambre de púas en cada casa amurallada, pero se ve lo mismo en Lima, en Buenos Aires. Hay guardias de seguridad, hombres armados con pistolas y rifles delante de restaurantes, taquerías, bares, tiendas, pero eso se encuentra en Ciudad de México o en Bogotá. Lo que muchos en San Pedro me contaron es que se vive, o mejor dicho, que algunos logran vivir en lo que sería una ciudad paralela.

Si eres de clase media, pueden pasar meses en que no se ve nada, el rumor de la violencia que tanto teme la gente, tomas tus precauciones de manera automática, casi sin pensarlo. Así viven muchos en San Pedro, como si fuera una ciudad normal, porque claro, es una ciudad normal. En América Latina hemos aprendido a convivir con la inseguridad, con una amenaza tan constante que ya ni lo sentimos como amenaza. No es por nada que de las cincuenta ciudades más peligrosas del mundo, más de cuarenta son latinoamericanas, Ya no nos parece extraordinario. Hasta el día que no lo puedes ignorar.

Ramón Barrios, profesor universitario, profesor de derecho penal, de derecho constitucional, de criminología.

Conocí a Ramón en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, en la sede de San Pedro Sula. Hace un calor agobiante, espeso.

Exjuez de tribunales de sentencia por trece años y y un ciudadano más de este país.

Exjuez, porque dejó el trabajo poco después del golpe de estado del dos mil nueve. El día que visité su clase, estaba hablando con sus estudiantes sobre filosofía griega, los estudiantes todos muy atentos a pesar del calor. Y bueno, Ramón me contó una historia. Comienza en un semáforo no tan lejos de su casa, en un cruce de calles por el que pasa casi todos los días, rumbo al trabajo.

Imagínese cualquier ciudad de América Latina, este niño que vende el diario, en los semáforos.

Seguramente lo has visto, en un semáforo no tan lejos de tu casa, cualquiera sea la ciudad en la que vives. Alguna manera u otra conoces a este niño. Entonces

Yo le compro el diario a un niño, siempre lo he hecho, y el otro día le vi un reloj nuevo. Este niño tiene diez años, esto fue hace dos meses. Y entonces le pregunté que que por qué tenía ese reloj nuevo, que que estaba muy bonito, y me dijo me lo había dejado mi padre. Y ¿qué pasó con tu padre? Le dijo, ¿y vos qué te dio ese reloj?

Es que se murió ayer, lo mataron. Cuando fui a me entregaron el cuerpo de mi padre lo que me dieron fue el reloj, entonces entiendo que es una herencia de mi padre. Eso fue ayer, al día siguiente este niño estaba haciendo lo que hace todos los días, vendiendo periódicos.

Ramón se quedó frío, paralizado. Luego, ahí en el semáforo, el niño le contó a Ramón cómo era su rutina diaria.

Él tiene que estar a las tres de la mañana, porque los que distribuyen el periódico se lo entregan a esa hora. Este niño de diez años está despierto, inclusive antes, o sea, él tiene que estar a las tres de la mañana. Entonces él me dice que de tres a diez de la mañana él vende diario todos los días. Luego a las diez cierra su pequeño negocio, su portal del periódico y vuelve a a la casa de su madre, le deja el dinero porque a las doce él va a la escuela, va de doce a seis de la tarde. Y a las seis de la tarde regresa porque su madre le tiene una venta de pastelitos y él tiene que andar en su colonia de seis a ocho vendiendo pastelito y me lo dijo orgulloso porque hoy es el hombre de la casa, pero que él no quiere dejar de estudiar y dice que tiene sueños de seguir la escuela secundaria y de venir aquí a la universidad.

Eso en una sociedad hondureña es inspirador.

Es alucinante, ese, o sea, ese niño es un héroe.

Y hay muchos niños héroes en Honduras, créame, es decir, crecer en esas condiciones en Honduras, aquí hay multiplicidad de héroes y y y esto es si usted va a cualquier ciudad de América Latina nuestro, usted encuentra niños héroes.

Yo le creo. La historia de un niño en noventa segundos, su padre muere y al día siguiente ya está trabajando, es el hombre de la casa a los diez años. Sueña con llegar a la universidad. Llegué a Honduras en un bus desde Nicaragua, horas mirando por la ventana, esos paisajes centroamericanos tan lindos, valles de un verde casi fosforescente, y en el horizonte, montañas cubiertas de árboles, un verdor denso, tropical. Fue un viaje que transmitía pura paz, o bueno, casi, porque con todo lo que me habían contado de Honduras, todo el miedo que me habían metido, no podía dejar de pensar cómo es que un lugar tan bello puede ser tan temible.

Mi primera noche en Tegucigalpa, un amigo Jorge me invitó a cenar y terminamos en la casa de otros amigos suyos en un barrio en una loma alta con vista a la ciudad, todas las luces ahí abajo, titilando, una vista preciosa y tuve la misma pregunta esa noche, mientras miraba desde la terraza. Es decir, sabía que estaba en una ciudad peligrosa, pero desde allí, desde la terraza, no se sentía. La cena no era ni honor ni nada por el estilo, la ocasión era otra. El dueño de casa era Saludos.

Mi nombre es Fernando Rey Ferquín, soy compositor, cantautor, músico, productor creativo y además soy escritor y periodista.

Bueno, Fernando vive en una casa de músico, claramente. La primera sala estaba llena de instrumentos, equipos, micrófonos, parlantes, un set de batería medio armar. Era una casa ruidosa, pero de ruido alegre, mucha risa, con amigos y niños correteando por ahí. Y cuando llegué, Fernando estaba preparando la cena para todos.

Pues, este, como que hice una una reunión con amigos, una cenita, vino, cervecitas.

Pero había un motivo específico para la reunión que no entendía al comienzo. Estábamos por la segunda o tercera botella de vino cuando me hablaron de la canción, que estábamos allí porque Fernando necesitaba que cantáramos, un coro.

Un coro de fondo de personas que están indignadas, si se puede decir, por ahí va. Es un desenfado, Es un desenfado, creo que es una canción que trata de decir lo que muchos hondureños y hondureñas estamos pensando y que no nos atrevemos.

Canto mal, muy mal, pero Fer King, Jorge y todos los demás me aseguraron que no se trataba de cantar bien, sino de cantar con emoción. El coro, lo que cantaría yo y los demás, iba así.

Estamos cansados, cansados de la mentira, cansados de la demagogia, cansados de la hipocresía, de la doble moral, y y de de tantas cosas, ¿no? Que creo que la misma pieza, pues, lo dice mejor que nadie, es una pieza directa, visceral, es violenta. La mente fue bien bonito, bien cálido, todo mundo estaba compenetrado y sabían a lo que iba. Y luego, pues, por ahí alguna gente nerviosa porque pensaba que de repente no iba a poder cantar bien, y yo les digo, ok, y no importa cómo canten, lo importante es que canten y que se diviertan. Entonces, vamos a divertirnos.

Divertido fue, pero no si canté bien esa noche, si mi voz sirvió de algo. Pero soy consciente de una cosa que me queda muy clara. No fue fácil gritar ese coro, porque no lo sentía, estaba recién llegado. No entendía aún, de manera visceral, lo que se vive día a día en barrios controlados por las maras. No había visto ni hablado con gente que vive aterrorizada de la policía o que ha dejado de creer en sus políticos o en los procesos electorales, gente como Amalia.

No había entendido bien los sacrificios que hace la gente para salir adelante, ni cómo sienten a veces que la vida no es más que una conspiración en contra de sus sueños. No había caminado por el centro de Tegucigalpa con la sensación de que alguien me estaba siguiendo, constatando cómo esa paranoia tan cotidiana se acumula en los hombros, el estrés manifestándose como un dolor muscular. Ahora, cuando recuerdo todo lo que vi durante esas tres semanas en Honduras, pienso que si me hubieran pedido que cante la canción Al final del viaje, la hubiera cantado completita. Esta historia fue producida por con ayuda de Luis Fernando Vargas y editada por Camila Segura. El diseño y sonido es de Ryan Sweikert.

Muchas gracias a Jorge Andino y Jennifer Ávila. El fact checking es de Daniel Villatoro. El resto del equipo de Rawambulante incluye a Andrés Aspiri, Jorge Caravayo, Patrick Mosley, Laura Pérez, Ana Prieto, Barba Sanhill, Luis Trees, David Trujillo, Elsa Liliana Ulloa y Silvia Viñas. Carolina Guerrero, la CEO. Ratambulante se produce y se mezcla en el programa Hindenburg Pro.

Conoce más sobre Ratambulante y sobre esta historia en nuestra página web, Ratambulante punto org. Ratambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.

Podcast: Radio Ambulante
Episode: No es país para jóvenes